Por: Saúl León.

Avanza en el Congreso de la República un proyecto de reforma constitucional que generaría una crisis institucional sin precedentes. En la práctica significaría la antidemocrática imposición de la reelección de los actuales congresistas, la posibilidad de que cambien de partido sin consideración ideológica alguna, irrespetando la escasa confianza de sus electores y la oportunista habilitación legal que les permitiría ser nombrados ministros en detrimento de la maltratada división de poderes.

La aprobación de esta propuesta profundizaría la enorme falta de legitimidad del Congreso de Colombia. Que semejante despropósito se convierta en norma constitucional, consolidaría la peor y más regresiva transformación en términos de democracia y Estado de derecho en la historia reciente; evidente consecuencia de que el Poder Legislativo sea integrado por una mayoría parlamentaria sin el más mínimo conocimiento sobre la cosa pública, mayoría que llegó al Congreso gracias a las “bondades” de una lista cerrada que camufló e invisibilizó la incompetencia e ignorancia de varios de sus integrantes con respecto de la labor congresional, bajo el logo de un movimiento que personificó a un caudillo que supo interpretar y catalizar el descontento popular para ganar las elecciones presidenciales.

Sin duda el país necesita una reforma política estructural que garantice la materialización del derecho fundamental a conformar, ejercer y controlar al poder político, que profundice la democracia y posibilite instituciones que merezcan toda la credibilidad de la sociedad. Además, que permita la pluralidad y diferencia en la conformación de las instituciones de la República. La propuesta actual en nada se compadece con las aspiraciones del país en este sentido, mucho menos con las ideas que conquistaron y orientaron el respaldo de las mayorías en las urnas hacía “el Gobierno del Cambio”, todo lo contrario.

Posibilitar constitucionalmente el establecimiento de una lista cerrada y bloqueada que se organice conforme al resultado electoral del año anterior, no solo materializa en la práctica la reelección inmediata de congresistas totalmente desconocidos por la opinión pública y la ciudadanía, los cuales se han destacado no precisamente por su rol como parlamentarios, sino por su nulo conocimiento acerca del funcionamiento del Estado o vulgares escándalos que han protagonizado. Para citar algunos ejemplos tenemos el de la representante a la Cámara Susana Boreal, célebre por reconocer abiertamente que se droga todos los días y manifestar sin sonrojarse ante un medio de comunicación, que desconoce aspectos esenciales para un parlamentario como el significado de la moción de censura, cuántas legislaturas existen durante el periodo constitucional de un congresista o cuántos departamentos tiene Colombia; el de su colega el representante Jhon Fredy Núñez, que protagonizó un vergonzoso escándalo por presuntamente golpear en alto estado de alicoramiento a un escolta miembro de su esquema de seguridad, según lo denunció la propia Unidad Nacional de Protección, y finalmente el del senador Alex Flórez, célebre por el escándalo que protagonizó en Cartagena, el cual incluyó una grave agresión a miembros de la Policía Nacional y trabajadoras sexuales. Si el adefesio de la lista cerrada es aprobado tal y como se ha planteado, estos personajes podrían ser reelegidos automáticamente, si los impolutos miembros de la dirección de su partido político deciden ponerlos a encabezar las listas cerradas y bloqueadas que inscriban ante la organización electoral.

De consolidarse legalmente la propuesta que contiene el esperpento de transfuguismo político, el cual significa que los actuales congresistas puedan cambiarse de partido sin incurrir en doble militancia y sin hacerse merecedores como debería ser, de las respectivas sanciones de ley, se botarían a la caneca de la basura todos los esfuerzos y desarrollos legislativos que se realizaron para fortalecer la democracia colombiana, buscando la solidificación e identidad ideológica de los partidos políticos y sus integrantes, todo por el mezquino interés de acomodar un nuevo mapa político que garantice el cabal cumplimiento de las agendas políticas personales de algunos de los actuales congresistas.

De habilitar la polémica y absurda propuesta que se conoce como “puerta giratoria”, la cual se ha venido gestando ad-portas de iniciar la segunda vuelta de este proyecto de acto legislativo, se daría viabilidad legal para que un congresista pueda ser nombrado ministro de gobierno y posterior a ello, si lo desea regresar a ocupar su curul como si nada, qué abominable atentado contra la independencia de poderes. A partir de esta indecente prerrogativa, el gobierno podría manipular aún más al Poder Legislativo a cambio de nombrar congresistas en los ministerios, destruyendo cualquier posibilidad de que el control político en cabeza del Congreso de la República al Ejecutivo se desarrolle de forma independiente e imparcial.

La enorme preocupación y desconfianza que esta polémica reforma política genera en la sociedad colombiana se consolida por lo lesivo de su contenido para nuestra democracia. Paradójicamente, no se fundamenta en que quien la promueve de manera vehemente como el antídoto contra la corrupción, la politiquería y clientelismo sea el mismísimo senador Roy Barreras. Tampoco en que las mayorías del Pacto Histórico la justifiquen como justifican de forma descarada el excesivo costo del transporte de la vice en helicóptero a su casa de descanso en Dapa, manifestando sin asomo de vergüenza que los legítimos cuestionamientos de los ciudadanos a este vulgar mal uso de los recursos públicos obedecen a motivaciones derivadas de fenómenos como el racismo, clasismo, sexismo o violencia de género, todo porque nuestra vice fue empleada doméstica y eso no lo tolera la “élite” de este país, subestimando la inteligencia de los colombianos y demostrando la evidente pobreza argumentativa de la mayoría parlamentaria que hoy nos gobierna.

En suma, esta reforma materializa un aberrante ejemplo de abuso de poder y violación al régimen constitucional de conflicto de intereses por parte de la coalición de congresistas del cambio. El país observa como los mismos que se hicieron elegir con seductoras propuestas como la reducción de salarios extravagantes, la dignificación la actividad política y la realización de transformaciones legales que eliminaran los excesos del poder, legislan a favor de sus propios intereses. Como el poder que criticaron y hoy ostentan, no es ejercido en favor del interés general o para hacer realidad todo lo que prometieron, sino para mantener de manera solapada todos los excesos y privilegios que en la contienda electoral vehementemente criticaron para hacerse elegir.

La ciudadanía observa cómo la transcendental labor parlamentaria se ha reducido a defender con aplausos cualquier propuesta presentada, por antitécnica, inviable y populista que sea, siempre y cuando esté avalada por el gobierno. Esto, aunque es reprochable es coherente con la lógica de una lista cerrada; no olvidemos que, en esta, los elegidos deben la curul que ostentan al líder político o cacique que avaló la conformación de la lista. En el caso de la bancada del Pacto Histórico en el Congreso, varios parlamentarios hoy no lo serían si no hubiese sido posible esconder su incompetencia para ejercer semejante dignidad en el logo que determinó su caudillo; en la práctica su elección hubiese sido imposible a partir de una deliberación y escrutinio en torno a su inexistente formación, trayectoria y trabajo político. Es por eso por lo que siguen, defienden, aplauden, obedecen ciegamente y no se atreven a confrontar o contradecir a su mentor.

Será la academia, la opinión pública y la ciudadanía las encargadas de defender la democracia y la institucionalidad a través de los mecanismos legales vigentes. De ser aprobado este Frankenstein que se gestó en las narices del Gobierno del Cambio, corresponderá a la Corte Constitucional tumbarlo en ejercicio del control que esta realiza a las leyes y actos reformatorios de la Carta Política, conforme al ejercicio de las competencias que la Constitución Política de 1991 le otorgó a este alto tribunal. Todo menos llorar ni gritar como nos lo sugirió la vice, demandar por supuesto que sí, a través de la acción pública de inconstitucionalidad, hoy más que nunca vigente y necesaria para defender el Estado de derecho.

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