Las nefastas políticas migratorias y racistas impulsadas por Donald Trump han empoderado a quienes comparten su ideología. Basta con revisar las redes sociales o las noticias para ver cómo su escuadrón antimigratorio, ICE, detiene, humilla y abusa de personas por el simple hecho de parecer indocumentadas: por su tono de piel, sus rasgos o su idioma.
El nivel de abuso policial ejercido por estos agentes, empoderados por un presidente que justifica la violencia y el odio, deja en evidencia que los mecanismos represivos, que creíamos superados después de la Segunda Guerra Mundial, han encontrado nuevas formas de operar. Cuando Hermann Göring creó la Gestapo en 1933 como órgano de represión del Tercer Reich en la Alemania Nazi, sentó las bases de un aparato estatal que usaba el miedo, la persecución y la deshumanización como herramientas políticas. Hoy, bajo otros nombres y con nuevos discursos, esos mismos principios se actualizan en instituciones como ICE (U.S. Immigration and Customs Enforcement) y en discursos políticos como los de Donald Trump.
Esta entidad, avalada y celebrada por Trump, se ha convertido en el instrumento con el que sus políticas antimigratorias ejercen un sometimiento infrahumano sobre miles de personas que viven —o intentan vivir— en lo que irónicamente se autodenomina “el país de la libertad”.
Sin embargo, más peligroso aún es el ejercicio de justificar estos abusos. Las personas que apoyan estas prácticas, junto con los altos mandos que las ejecutan, como su actual comandante, Gregory Bovino, no solo perpetúan la violencia, sino que normalizan la idea de que unos seres humanos valen menos que otros.
No quiero decir en este artículo de opinión que Estados Unidos sea hoy la Alemania nazi ni mucho menos, sino que los patrones que un día permitieron el ascenso de ese horror histórico vuelven a aparecer disfrazados de “seguridad nacional” y “protección del país”, ya que los mecanismos de control son inquietantemente similares: la creación de un enemigo interno, la deshumanización, la criminalización de la diferencia y el uso del miedo como estrategia política. Esa repetición de patrones es lo que debería alarmarnos como humanidad y sociedad.
Esto que estoy planteando, no lo hablo solo desde una postura ideológica, sino desde la realidad que veo y vivo cada día. Soy maestro desde hace 3 años en Estados Unidos, y he visto cómo estudiantes de origen hispano dejan de venir a clases porque sus padres tienen miedo de salir, incluso para realizar algo tan básico como llevar a sus hijos a la escuela.
Esa ausencia no es producto del azar, es precisamente el resultado directo de un clima de terror fomentado y legitimado desde las instituciones de gobierno. Y ese miedo alcanza incluso a quienes, como yo, vivimos en el país de manera completamente legal.
No obstante, uno sale a la calle con la incertidumbre de sí, un acento, un color de piel o un barrio equivocado pueden convertirlo en objetivo de este escuadrón y de estas peligrosas ideologías.
Esa es la verdadera gravedad del momento, la normalización de la crueldad. No solo lo que hace ICE, sino lo que muchos están dispuestos a tolerar, justificar o, peor aún, callar. Porque el silencio, sobre todo el silencio cómodo, como lo veo en muchos de mis compañeros de trabajo, es también una forma de complicidad. Las políticas racistas no requieren únicamente de quienes las diseñan, sino también de quienes miran hacia otro lado mientras se llevan a cabo.
Por eso, como sociedad que aprendió de la historia nefasta de la Alemania Nazi, es urgente que quienes leen esto entiendan su responsabilidad moral. Debemos Informarnos, no callar, no dejar que la deshumanización pase como un “mal necesario”. La historia ya nos mostró, con un costo humano incalculable, hacia dónde conduce la obediencia ciega y el silencio del ciudadano común.
Y lo más inquietante es que, mientras más repetimos estos patrones, más fácil resulta justificar lo injustificable.









