La historia de Colombia no puede narrarse sin mencionar el maíz y, por ende, la chicha. Lo que hoy se reconoce como una bebida tradicional, presente en festivales y celebraciones populares, fue durante siglos el centro de una disputa que trascendió lo gastronómico para convertirse en un conflicto político, económico y social. Desde su origen como «el licor de la tierra» sagrado para los Muiscas, hasta su estigmatización en la era republicana, la chicha ha sido testigo silencioso de la transformación del país.
Sin embargo, su permanencia en la cultura nacional no fue sencilla. A pesar de estar arraigada en las costumbres campesinas e indígenas, esta bebida enfrentó una de las campañas de desprestigio más fuertes en la historia sanitaria del país. Diversos sectores de poder, amparados en discursos de modernidad, intentaron erradicar su consumo, señalándola como la causante de atrasos sociales y problemas de salud pública, argumento que contrastaba con los intereses económicos emergentes de la época.
¿Por qué fue prohibida y perseguida la chicha en Colombia?
La persecución contra la chicha no fue un hecho aislado, sino una estrategia sistemática que tuvo su punto más álgido en la primera mitad del siglo XX. Si bien desde la época de la Colonia la Iglesia y la Corona española intentaron regularla asociándola con el desorden moral, fue el auge de la industria cervecera nacional lo que terminó por sentenciarla. Bajo el pretexto de la higiene y el progreso, se construyó una narrativa oficial que calificaba a la chicha como una bebida embrutecedora y antihigiénica, mientras que la cerveza se promocionaba como un símbolo de estatus y salubridad.
Este conflicto de intereses culminó en medidas drásticas tras los sucesos del 9 de abril de 1948. En medio de la conmoción por El Bogotazo, se culpó al consumo de chicha de exacerbar la violencia del pueblo. Como respuesta, el Ministerio de Higiene impuso leyes severas que prohibían la fabricación y venta de chicha que no estuviera pasteurizada y embotellada, requisitos técnicos imposibles de cumplir para los pequeños productores artesanales. Esta legislación, sumada a una fuerte propaganda que rezaba «la chicha engendra el crimen», buscó desterrar la tradición del maíz fermentado de los barrios populares.
No obstante, la bebida logró resistir en la clandestinidad y en la intimidad de los hogares campesinos. Barrios tradicionales de Bogotá, como La Perseverancia, se convirtieron en bastiones de esta resistencia cultural, manteniendo viva la receta y el ritual de su consumo.
Hoy, lejos de desaparecer, la chicha ha recuperado su lugar, no como el
«veneno» que describían las leyes del siglo pasado, sino como un elemento
identitario que recuerda la
persistencia de las raíces indígenas frente a la
imposición de modelos externos.











