En Cundinamarca: La Paz que sobrevivió a la guerra

La historia de un pueblo cundinamarqués que conservó su nombre y su espíritu pese a la violencia.

Por
Manuela Vargas
Periodista y redactora Extrategia Medios.
5 min de lectura
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Entre las montañas del municipio de Guaduas (Cundinamarca) la misma tierra que vio nacer a Policarpa Salavarrieta, hay un corregimiento que lleva consigo un nombre de promesa: La Paz de Calamoima. Hoy, quien llega encuentra un lugar de clima templado, calles tranquilas, un parque principal con su iglesia colonial dedicada a San Antonio de Padua y vecinos que se saludan por el nombre. Pero bajo esa calma, hubo una historia de sangre, resistencia y memoria.

Supe de este lugar porque es el territorio que marcó el destino de mi abuelo. No por las postales, ni por los relatos turísticos, sino por un episodio de la violencia de los años cincuenta que lo dejó huérfano y con el peso de criar a sus hermanos. Esa historia no solo me la contaron él, mi padre y mis tíos; la encontré registrada, con la frialdad de la letra impresa, en La violencia en Colombia, la investigación monumental de Monseñor Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna.

En el capítulo dedicado al conflicto en Cundinamarca, los autores recogen la voz de un inspector de policía que describió la masacre de La Paz: “El señor Gabriel Vargas fue asesinado en su casa, lo mismo que tres de sus hijos. El menor, de 14 meses, fue macheteado horriblemente después de muerto, porque al morir quedó haciendo una mueca y los bandoleros gritaban, entre carcajadas, que el niño se estaba riendo. Todo esto lo vio uno de los hijos del señor Vargas, que se salvó milagrosamente escondiéndose debajo de la cama, desde donde pudo observar el asesinato de su padre y sus tres hermanos”.

Ese hijo que sobrevivió era mi abuelo. Tenía pocos años, pero el horror lo empujó a convertirse de inmediato en cabeza de familia. Sin armas, sin venganza, decidió que su vida sería para cuidar y no para destruir. Crio a sus hermanos con la misma terquedad con la que más tarde cuidó de sus hijos y nietos. La violencia no lo volvió un hombre de rencores, sino de afectos firmes y ruidosos.

imagen (a la época) de la Capilla de San Antonio de Padua – La Paz de Calamoima.

Hace poco pisé La Paz de Calamoima. Caminé sus calles y confirmé que, a pesar de la historia, su nombre no es una ironía: aquí se respira paz. Es un corregimiento pequeño, con escuelas, fábricas de queso y arequipe, talleres de confección y una comunidad que todavía conserva costumbres antiguas. Desde sus orillas se divisa el valle del río Magdalena, como si el horizonte recordara que este pueblo ha visto pasar siglos de comercio, guerra y reconstrucción.

La memoria de La Paz también se cuenta en la voz de Flor Romero., periodista y escritora nacida en esta tierra, que investigó sus raíces y dejó plasmada la historia de los Calamoimas, la tribu que poblaba la región antes de la llegada de los españoles. Según sus crónicas, los Calamoimas dieron nombre al lugar y compartieron con los colonizadores un camino que mezcló alianzas, choques y resistencias, hasta fundar el pueblo actual en la pequeña meseta que ocupa hoy.

Romero escribió que este corregimiento es “un mostrario de la Colombia profunda que pocos conocen y entienden”. Tenía razón. Aquí la historia no es solo una placa o un libro; se lleva en la voz de los mayores, en las ruinas invisibles que el tiempo deja en las familias.

Mi abuelo ya no está, pero su vida me enseñó que la paz no es un estado automático: es una decisión diaria. La misma que tomó aquel niño escondido bajo una cama, la misma que toma este pueblo cada mañana cuando abre sus tiendas, sus ventanas y sus caminos.

Calle de la paz de calamoima (basada en una fotografía del 2025)

En La Paz de Calamoima la guerra pasó, pero no se quedó.
Y eso, en Colombia, es casi un milagro.

*Imágenes creadas con herramientas de inteligencia artificial, basadas en la ambientación descrita en la crónica.

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Periodista y redactora Extrategia Medios.