Uno de los objetos más valiosos que poseo, y que guardaré toda mi vida, me lo regaló mi hermana; un libro ancho, su lomo grueso azul oscuro es todavía imponente, más pesado y macizo de lo que parecía me daba una impresión de solemnidad, al abrirlo su letra pequeña abrumaba, inspiraba respeto, en su portada decía Constitución Política de Colombia.
En el preámbulo, las palabras justicia, igualdad, libertad y paz se mezclaban con dignidad humana, trabajo, solidaridad, derechos y deberes. En ese momento no comprendía como formaciones de palabras que sonaban tan pulcramente pretendían cambiar una realidad tan desprolija.
Su valor, me dijo mi hermana, no solo radica en su contenido, sino también en que es un símbolo alianza de una nación históricamente fracturada, “Aquí está Colombia” concluyó.
Como todos los libros que llegaban a mis manos, lo leí inmediatamente. Todos los artículos eran importantes, tanto derechos como deberes; comprendí como instituciones y organismos conforman un todo que regula no solo nuestra vida diaria sino también nuestro futuro.
Me convertí en una ferviente defensora de este texto, que no solo tiene el sello de mis padres y abuelos al votar por ella, sino también porque incluyó a campesinos, comunidades originarias, afrocolombianos, mujeres, desmovilizados, jóvenes, pobres y ricos.
Obviamente, no es un texto perfecto, pero Colombia tampoco lo es, y en el momento en que se construyó esta guía, quienes la redactaron comprendían mejor esta situación que quienes pretenden sustituirla a solo 33 años de su implementación.
Pareciese que las personalidades políticas que hablan en la actualidad de una constituyente no entienden debidamente cómo funciona la carta magna, pues insisten en que esta es la barrera cuando en realidad es el trampolín.
En la constitución se enmarcan todos los mecanismos disponibles para lograr las demandas del presidente y sus allegados.
Tanto la instauración de los derechos básicos a educación, salud, vivienda, y trabajo, como el desarrollo económico y social de los territorios excluidos es una cuestión de voluntad política y formación de consensos, no de Constituyente, pues desde 1991 esto ya se encuentra en la constitución.
Ahora bien, la implementación del Acuerdo de Paz no necesita una reforma constitucional, puesto que su aplicación depende de las políticas públicas creadas para los objetivos puntuales que se estipularon, es cuestión de hacer no de deshacer.
Esconder la incapacidad del gobierno de cumplir las metas propuestas detrás de una incompatibilidad con la constitución es un absurdo, creo que hasta irrespetuoso con todos aquellos que sabemos la importancia de una carta que se adelantó a su tiempo y que ahora está más vigente que nunca.
Por lo tanto, la constituyente no es ahora. No solo porque conformar una constitución no debe responder al capricho de un líder que ve cómo la credibilidad se le va de entre las manos, sino también porque el contexto es el menos pertinente y el más alejado a un acuerdo nacional como el que se vio en aquella época.
La constituyente no es ahora, y esta es una discusión que debe dejarse de lado, para darle paso a demandas y dudas que nos atañen y que es necesario hablar de ellas: masacres, asonadas, violencia e inseguridad, realidades que las comunidades viven constantemente y que se han eclipsado por una discusión innecesaria.
La constituyente no es ahora no porque no queramos el progreso, sino porque el verdadero progreso se logra utilizando las herramientas ya establecidas en la Constitución actual, y se logra mediante voluntad política, formación de consensos y un proceso de unión nacional no de polarización.