En las sinuosas y polvorientas carreteras de Colombia, donde el asfalto a menudo da paso a caminos de tierra y piedras, surge una figura conocida por todos los viajeros: el peaje humano. Estos puntos improvisados, muchas veces consistentes en una simple cuerda atravesada en el camino y un par de personas con sombreros y miradas expectantes, son una manifestación de la resistencia y la creatividad de las comunidades más olvidadas del país.

Cae en la tarde en las vías que abren paso a San Alberto (Cesar) el frío vespertino y no tan común, se aferra a los atardeceres caribeños, tal como los describía Gabriel García Márquez en sus obras, mientras los habitantes del lugar ya están en movimiento.

Un hombre de aproximadamente 25 años se encuentra junto a un grupo de vecinos en la carretera principal. Han estado allí desde temprano para desviar a los viajeros, como mis familiares y yo, que intentamos llegar a casa durante la plena temporada vacacional. Se trata de un tramo del camino que se volvió intransitable después del plan éxodo. El hombre explica: “Sin este camino y sus ganancias, no podríamos llevar la comida a la casa”. A pesar de la falta de ayuda gubernamental (que ha sido por años), hacen lo que pueden para resolver la situación.

Hace años que no viajaba un trayecto tan largo por tierra, pero obligaciones laborales y de salud me llevaron a hacerlo. Estuve más de 24 horas en el carro de mi prima y su familia, y lo disfruté a mi manera porque era más consciente de cada territorio, cada cultura y cada necesidad, a pesar de tener cuatro puntos en la pierna izquierda. Muchas cosas llamaron mi atención, pero sin duda, lo que más me sorprendió, a pesar de dedicarme al periodismo, fue la figura de los peajes humanos.

A medida que avanzábamos por el camino, los peajes humanos aparecían con una frecuencia inesperada, por lo que íbamos a baja velocidad. La mayoría de ellos eran operados por niños entre los 10 y 15 años, que corrían de un lado a otro y con una sonrisilla traviesa levantaban la cuerda improvisada para permitir el paso de los vehículos. Observé cómo algunas personas entregaban monedas y billetes pequeños, mientras ellos daban paso para regresar a la carretera principal.

Mi prima y su esposo, acostumbrados a estos viajes por carretera, no mostraban sorpresa ante los peajes humanos. Para ellos, estas figuras eran parte del paisaje desde hacía años. «Siempre están aquí», comentó mi prima mientras buscaba algunas monedas en su bolso. «Recuerdo que los vi por primera vez hace años. Han estado aquí desde siempre».

Su esposo, quien estaba al volante, asintió. «Sí, es algo común en estas zonas. Aunque a veces son molestos, entendemos por qué lo hacen. No tienen otra opción». Me explicó que estos peajes surgieron como respuesta a la falta de infraestructura y apoyo gubernamental. «Es su forma de sobrevivir», añadió mientras nos deteníamos en otro peaje.

El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de un naranja profundo. Los niños seguían jugando cerca del peaje, sus risas resonando en el aire cálido de la tarde. Me di cuenta de que estos peajes eran mucho más que simples obstáculos en la carretera; eran símbolos de la lucha diaria de comunidades enteras por subsistir en medio del abandono y la adversidad.

Mientras nos alejábamos, no pude evitar pensar en las desigualdades que había presenciado. Estos peajes humanos, aunque improvisados y  a menudo molestos para los viajeros, representan una forma de resistencia y una llamada de atención sobre la realidad de muchas zonas rurales de Colombia. La creatividad y la resiliencia de estas comunidades son un testimonio poderoso de su capacidad para adaptarse y sobrevivir, incluso en las condiciones más difíciles

Cortesia de Diego Armando Rivero